Sandra Oceja

Sandra Oceja

Guerrillas mexicanas: identidades criminales y violencia de Estado 

3 January, 2022

Quiero apoderarme del es de la cosa.

Clarice Lispector, Agua viva 

 

La idea de guerra sucia engloba uno de los periodos históricos de mayor represión por parte de los gobiernos mexicanos en contra de las izquierdas, principalmente de las guerrillas de las décadas de los sesenta, setenta y ochenta del siglo XX —hay quienes afirman que se trató de terrorismo de Estado—, lo que implicó, además, la producción de una serie de discursos gubernamentales y su difusión en los medios de comunicación, con mayor énfasis en la prensa escrita, que legitimaron y disimularon el uso de la violencia estatal selectiva —más que extensiva— para aniquilarlas, que pusieron en tela de juicio su existencia y cualidades sociopolíticas y que criminalizaron a sus integrantes en el espacio público: “delincuentes”, “asaltabancos”, “gente que está al margen de la ley” y “homicidas”, entre muchas otras clasificaciones estigmatizantes, fueron los discursos cotidianos, a veces en primera plana y otras en pequeñas notas en la sección policiaca. El guerrillero y la guerrillera estaban asociados a las ideas de peligro, caos y amenaza comunista, para “la patria” y “la estabilidad de la nación”, en un contexto que generó las condiciones para que dichos discursos se impusieran como la norma de Estado con que se miden todas las cosas: la guerra fría. Estas clasificaciones resultaron eficaces para encubrir y negar sus identidades: estigmatizar al otro es apropiárselo, destruir el es de su singularidad. 

La identidad es la capa más profunda de la existencia; es la dimensión autorreflexiva, subjetiva —creencias, valores, ideas, emociones— de la cultura, la cual atraviesa todos los ámbitos humanos, por lo que es un error disociarla de lo político, de los antagonismos inherentes a la diversidad de las relaciones sociales específicas de las democracias modernas; conflictos que se expresan en formas de rebeldía, protesta, objetivos, demandas, programas e ideologías (Giménez, 2007: 208), y sea individual o colectiva, la pregunta por el “¿quién soy?” pasa a su vez por la (auto)identificación y la contrastación con los otros. Asimismo, es necesario que la identidad sea reconocida por los demás para que existamos social y públicamente (Giménez, 2007: 61). 

Para que se geste un movimiento social deben existir elementos subjetivos que identifiquen a los individuos y los motive a organizarse en torno a determinadas finalidades que se expresan, por ejemplo, en las ideas de justicia o emancipación social según el contexto y los hechos que propician su aparición —pobreza, represión, violencia sistémica, etcétera—. En otras palabras, su organización está basada en la solidaridad (Melucci, 2002); de lo contrario, la cohesión e identidad no se realiza: en el caso de las guerrillas su organización fue de corte político-militar —ejércitos no regulares—, cuyo uso de las armas para luchar en contra del régimen político existente —priismo— y sus instituciones —formales o de facto— los obligó a la clandestinidad. Su identidad gravitó en torno a los fines que persiguieron, los cuales fueron sociopolíticos, no militares. Sus miembros, en el caso urbano, se conglomeraron a partir de la ideología marxista, el comunismo y el socialismo: uno de sus propósitos fue instaurar este último como forma de gobierno; en el caso de las guerrillas rurales, su aparición en las comunidades campesinas se debió a las injusticias y violencia endémica ejercidas por caciques de la región. En ambos casos, su radicalización resultó más de la represión por parte del Estado mexicano que de una apuesta inicial por la violencia armada. 

De ahí que negar esos atributos es negar su identidad, su sentido —intencionalidades y significados— y realidades. Esto lo entendieron muy bien los gobiernos en turno: aceptar la existencia de esas agrupaciones, implicaría admitir que existían injusticias profundas en el país, que los ideales revolucionarios de 1910 habían fracasado; reconocer la identidad de dichos movimientos, significaría negociar, reconocer y aceptar las demandas por las que habían aparecido. En lugar de esto, los gobernantes, en complicidad con los medios de comunicación del país, silenciaron, omitieron y ocultaron la existencia de grupos armados a través de la invención de identidades criminales y la eliminación de las verdaderas. Esto facilitó a los aparatos coercitivos del Estado —ejército, paramilitares, policía, etcétera— el exterminio  sistemático y selectivo de guerrilleras y guerrilleros —detenciones, torturas físicas y psicológicas, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, etcétera, lo que conllevó los “vuelos de la muerte”: los cuerpos de los asesinados, incluso de personas todavía vivas, fueron lanzados al mar de Acapulco, Guerrero, desde aviones del ejército—. Todo esto se traduce en cifras hasta ahora desconocidas, que varían según fuentes, de lo que hoy denominamos desapariciones forzadas.

Aun lo anterior, los movimientos armados se han actualizado en un presente que se expresa en la reconstrucción de sus memorias, por lo tanto, de sus identidades, y en la disputa por el reconocimiento de su existencia: reapoderarse del es de las guerrillas es la pregunta de todo lo que significa en nuestras democracias sus singularidades.

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Sandra Oceja es practicante emocionada de sociología y académica; ama la música, el cine y la literatura; desde chiquita es leal a la comida y los mares de Oaxaca.

 

 

Bibliografía

Giménez, G. (2007). Estudios sobre las culturas y las identidades sociales. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Instituto Coahuilense de Cultura.